Humanizar el miedo.
Felipe Jaramillo Vélez
Magíster en Comunicación y Educación de la Universidad Autónoma de Barcelona
Magíster en Filosofía, Universidad Pontificia Bolivariana
Doctorando en Filosofía, Universidad Pontificia Bolivariana
Vicerrector de Extensión. Universidad de Medellín, Colombia
Conrado Giraldo Zuluaga
Doctor en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana
Profesor – Investigador Universidad Pontificia Bolivariana, Colombia
Víctor Hugo Gómez Yepes
Doctor en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana
Profesor – Investigador Universidad Pontificia Bolivariana, Colombia
Resumen
El presente ensayo se constituye en una reivindicación del miedo como alternativa de trascendencia ante una posible época de transhumancia sin retorno. Mediante una revisión teórica que va de Martin Heidegger a Martha Nussbaum, ahondando en las aportaciones contemporáneas del pensamiento filosófico en Foucault, Simondon y Lipovetsky, este artículo pretende auscultar el concepto de miedo desde una visión filosófica paralela a los prejuicios de terror, horror, angustia, ansiedad y cobardía, considerando que, a través de la minimización del miedo, se promulga el advenimiento de la felicidad anómica por la vía de prerrogativas alojadas en metadiscursos según los cuales el miedo es indigno de la condición humana. En oposición a esta tesis, se asume el miedo como necesidad en la construcción consciente de un devenir razonado.
Palabras clave:
miedo; reflexión; felicidad; técnica; Humanidad
Introducción
Así como es virtuoso dejar claro al inicio de un texto lo que en él se tratará, también resulta imperante explicar a lo que éste no está abocado y que, por su título, resumen o por los antecedentes de su autor, resulta ser una expectativa para quien a él se aproxima, ya que como lector resulta odioso auscultar entre líneas lo que nunca encontrará en ellas.
Es absurdo reivindicar la práctica del miedo como herramienta de servidumbre del dictador y del tirano. En ese sentido, lo que aquí se aborda no es la bondad del terror inspirado por aquel que desconoce al otro y lo reduce a la condición de cosa u objeto que se puede modelar y conducir ciegamente en función de un fin indigno. Martha Naussbaum lo advierte cuando dice que se dan en “las campañas militares precipitadas y sin justificación (…) casos en que los derechos no son igualmente reconocidos a diferentes sectores de la población por culpa del temor popular” (Naussbaum, 2019, p. 28). Este resulta ser un miedo que emana de personalidades e ideologías nefastas que, mediante la propaganda de política negra asustan a los ciudadanos para lograr el beneplácito a sus ideas y propósitos, utilizando el timo y la mentira como argumentos legítimos para generar polarizaciones: divisiones óptimas para gobernar.
Contrario a esta concepción y uso populistas y tiránicos del miedo, lo que aquí se ofrece es una reflexión filosófica acerca del miedo como una herramienta concertada de conservación del hombre, ligada necesariamente a un pacto entre ciudadanos (Hobbes, 2011) que, aunque melle su libertad y libre albedrío, garantiza unos mínimos éticos en vistas a la supervivencia. Comentando la obra de Hobbes, Bührle señala: “¿hasta qué punto podemos decir que el miedo desaparece completamente después del contrato social? (…) en Hobbes el miedo parecería ser una característica intrínseca del hombre” (Bührle, 2004, p. 1).
Según Nussbaum, “el miedo tiende con demasiada frecuencia a bloquear la deliberación racional, envenena la esperanza e impide la cooperación constructiva de un futuro mejor” (2019, p. 23). Trascendiendo la idea de miedo como un elemento opresor que limita la capacidad de generar consensos y disensos entre los hombres ―esenciales para el buen vivir― se buscan desvirtuar aquí los discursos absolutistas que propenden por la eliminación del miedo como forma de elevación moral y de ejercicio de la libertad.
Es por lo anterior que, en la segunda parte, se aborda el miedo como una categoría en contraste con la idea de que el sentido de la vida se encuentra en una felicidad ilimitada y en una libertad sin condiciones. Se trata de una arista compleja, puesto que la idea del sentido se torna sinuosa y confusa si se admite que en la satisfacción de los deseos y los placeres tiende una trampa al hombre contemporáneo: la felicidad ilimitada anómica en la que se da paso a un hedonismo extremo en el que el individuo se aleja de la comunidad y sus reglas para satisfacer sus necesidades. Esta tendencia de la modernidad en el alba del siglo XXI, hace del hiperconsumo un elemento estimulante para una civilización a la que Lipovetsky (2007) no ha dudado en caracterizar con la sugerente expresión felicidad paradójica en el ensayo del mismo título.
En La felicidad paradójica, el filósofo francés se aproxima al concepto de felicidad a través del lente de las sensaciones que proveen el consumo y las posesiones de los hombres. En esta perspectiva se apoya la teoría planteada aquí según la cual la felicidad ilimitada podría llegar a ser una trampa fabricada desde metadiscursos que propenden por la acción frenética de la compra. Es la hora del consumo-mundo en el que han desaparecido los antagonismos culturales y en el que el espíritu del consumismo tiende a reconfigurar todas las conductas humanas (Lipovetsky, 2007).
De acuerdo con Bauman: “Los temores que acosan a muchas personas pueden ser asombrosamente parecidos a los de otras”. (2007, p. 34), es decir que, afirmada la diversidad de las formas que adquiere el miedo como pasión inherente de la condición humana, este es hic et nunc una constante en la realización humana. El miedo, entonces, se pone como tema fundamental sobre la palestra del raciocinio filosófico, en tanto, esta es una reflexión que está por hacerse.
El progreso “inofensivo” y, con él, el ascenso de la técnica sin reflexión, esa que está transformando y acercando lo humano a otras formas de vida no biológicas, “post-orgánicas”, en términos de Sibilia (2005) potenciadas por la fabricación de placer en un espectro de traducidas en felicidad, resulta ser solo un espejismo que peligrosamente resta valor a la necesidad de auscultarlo todo, y de establecer niveles de riego.
Lo inalcanzable de dichas experiencias prefabricadas en la sociedad de consumo fortalece al súcubo del miedo. En consecuencia, es legítima y más que comprensible la aversión del hombre a la sensación de miedo como elemento castrante de su libertad, pero en ausencia de este, el hombre, podría llegar a prescindir del componente reflexivo y de la observancia del riesgo como elemento primogénito en la toma de decisiones, lo cual exige volver a la comprensión clásica de las pasiones que tiene en Aristóteles a uno de sus máximos exponentes sino al mayor entre ellos:
Puesto que son tres las cosas que suceden en el alma, pasiones, facultades y modos de ser, la virtud ha de pertenecer a una de ellas. Entiendo por pasiones, apetencia, ira, miedo, coraje, envidia, alegría, amor, odio, deseo, celos, compasión y, en general, todo lo que va acompañado de placer o dolor. Por facultades, aquellas capacidades en virtud de las cuales se dice que estamos afectados por estas pasiones, por ejemplo, que por lo que somos capaces de airarnos, entristecernos o compadecernos; y por modos de ser, aquello en virtud de lo cual nos comportamos bien o mal respecto de las pasiones; por ejemplo, en cuanto a encolerizarnos, nos comportamos mal, si nuestra actitud es desmesurada o débil, y bien, si obramos moderadamente; y lo mismo con las demás (…)
Consideremos, pues, estos ejemplos particulares de nuestra clasificación en relación con el miedo y con la audacia, el valor es el término medio; de los que se exceden, el que lo es por carencia de temor no tiene nombre (muchas virtudes y vicios no tienen nombre) virtudes y vicios no tienen nombre); pero el que se excede en audacia es temerario, y el que se excede en el miedo y le falta coraje, cobarde (Ética Nicomáquea II, 5. 1105b 20-30. II, 6. 1107b 1-5).
Con base en el planteamiento del Estagirita, se comprende que si es inviable una sociedad cuyos miembros tienden al vicio de la cobardía, es mucho peor y más nocivo que sufran una tendencia marcada al vicio de la temeridad con expresiones como la que enarbolan hoy muchos jóvenes de la generación de los centennials y los millenials, dejando ver todo su frenesí, su imprudencia y su intemperancia, cuando no su falta de amor propio y de sindéresis: “Somos la generación sin miedo”
Sobre la necesidad histórica de negar el miedo
La literatura científica se refiere a la presencia de la pasión del miedo en animales: “Muchos animales también son capaces de pasar por estados semejantes y se puede argumentar que otros, de menor complejidad cerebral, también puedan exhibir estados equivalentes” (Becerra et. al., 2010, p. 76). Sin embargo, en el presente escrito se enmarcan las reflexiones acerca del miedo en el marco de lo humano.
El miedo resulta ser inherente a la naturaleza humana e inseparable de ella. El miedo puede atacarse, negarse, omitirse, obliterarse, esconderse, pero nunca eliminarse en su totalidad. El miedo emana del acto reflexivo del hombre, del encuentro constante entre lo que sabe y lo desconocido. En ese caso, la confrontación se da entre lo que no es asible a la consciencia, los sentidos, a la razón y la razón por una parte y la inteligibilidad del ser y las circunstancias por otra; en términos de Bauman: “miedo es el nombre que le damos a nuestra incertidumbre” (2007, p.10). Por lo tanto, el estado que media entre la condición de seguridad y temeridad humana es per se una instancia existencial que opone la ignorancia y el saber, ambos en un prurito de amenazas latentes por las cuales fluye el devenir de la conciencia. Más allá del saber está el miedo y más acá de lo conocido pulula la incertidumbre.
El miedo[1] disminuye a medida que lo que es desconocido se resuelve. A mayor conocimiento, menor es la fuerza del miedo. En un principio, la naturaleza asustaba al hombre con sus extraños fenómenos: periodos fluctuantes de oscuridad y de luz, de sequía y de lluvias desmedidas, de olas marinas que desbordaban sus aguas sobre los continentes o de aguas pasivas que dejaban ver su enigmático trasfondo.
Miedo cósmico miedo de todo lo que es inconmensurablemente grande y fuerte: firmamento, masas montañosas, mar y los miedos durante los trastornos cósmicos y las calamidades que se expresan en la mitología, las concepciones y sistemas de imágenes más antiguos y hasta en los idiomas mismos y las formas del pensamiento que ellos determinan (González, 2007, p. 18).
Este miedo al cosmos o miedo cósmico prevaleció como miedo entre los hombres ante la imposibilidad de tener respuestas, certidumbres y un método para explicar el origen y la razón de las cosas. La situación llevó al hombre a configurar los primeros relatos míticos que procuraban dar explicaciones para vivir sin sentir el miedo que produce lo desconocido.
De estas historias fantásticas surgió el infierno ―como relato capaz de explicar la reductibilidad de las pasiones y perversiones que dañan a la humanidad ― y el pecado, esa categoría que conserva la memoria del incumplimiento a los mandatos de un Dios creador. Con dichas narrativas que residen en las páginas sagradas del Pentateuco se justificaron castigos como consecuencias por los actos pecaminosos que conducen a las almas a arder en las llamas eternas del más allá. Apareció también el rey del infierno, Satanás, ese ser funesto que malogra la bondad natural del hombre. Él es el amo del mal “causante de todos los males existentes en la tierra y cabecilla de todos los enemigos de Dios; infieles, blasfemos, brujas, magos y hechiceros” (González, 2007, p.51).
Al respecto, vale la pena decir que la demonología ―rama de la teología católica que estudia todo lo relacionado con los ángeles caídos cuyo príncipe y señor es Luzbel, al que la Biblia de los Setenta llama diabolos (diablo: el que divide) y la Vulgata llama Shatan (Satán, Satanás: acusador)― señala que el origen de todos los males del hombre está en el pecado original al que fue seducido por Satanás en forma de serpiente, especialmente en lo referido al ocultismo, la brujería, la herejía, la increencia o infidelidad que son faltas contra la fe. Tomás de Aquino define así la identidad de este ángel pervertido y pervertidor en su Suma de Teología:
El pecado del primer ángel fue para los otros causa de pecar, no coactiva, pero sí como exhortación persuasiva. Un indicio de esto lo tenemos en que todos los demonios están sometidos a aquel primer rebelde, como resulta claro por lo que dice el Señor en Mt 25,41: Id, malditos, al fuego eterno que está preparado para el diablo y para sus ángeles. En el orden de la justicia divina está dispuesto que, si alguno consiente en la culpa sugestionado por otro, en castigo quede sometido a su poder. Dice 2 Pe 2,19: Cada cual es esclavo de quien le venció (I, q. 63, a. 8, resp.).
Créase o no en la existencia real de este ser, lo cierto es que es una potente alegoría de la que se ha valido la Iglesia Católica para condicionar los actos mundanos e indignos que contradicen el orden por ella impuesto, el cual no fue exclusivo, dado que las principales instituciones, la familia, la escuela, el ejército y el Estado generaron sus propios miedos y castigos y penas terrenales que ya no esperaban un juicio después de la muerte, sino que lo realizaban en la vida temporal desde un miedo oficial[2] (González, 2007), empleando la hoguera pública para castigar cosas mucho más mundanas como la sedición, la rebelión, el robo o el homicidio. Entre dichos castigos ha sido la muerte el peor y más temido, no gratuitamente a la ejecución se la llama pena capital, reservada para delitos especiales y preservada por algunos ordenamientos jurídicos contemporáneos.
El miedo a la muerte se erigió desde los albores de la humanidad como “el miedo original” (Bauman, 2007, p. 46), una pasión inherente a la naturaleza humana que se mueve en forma pendular en las consideraciones de los filósofos a lo largo de la historia. Platón, por ejemplo, afirma que la muerte es una liberación del alma del mundo tangible para acceder al mundo de las ideas donde ya estuvo antes de unirse al cuerpo. En Fedón, diálogo acerca de la muerte de Sócrates, Platón pone en boca de los dialogantes las siguientes reflexiones:
—¿Cuándo, entonces —dijo él—, el alma aprehende la verdad? Porque cuando intenta examinar algo en compañía del cuerpo, está claro que entonces es engañada por él.
—Dices verdad.
—¿No es, pues, al reflexionar, más que en ningún otro momento, cuando se le hace evidente algo de lo real?
—Sí.
—Y reflexiona, sin duda, de manera óptima, cuando no la perturba ninguna de esas cosas, ni el oído ni la vista, ni dolor ni placer alguno, sino que ella se encuentra al máximo en sí misma, mandando de paseo al cuerpo, y, sin comunicarse ni adherirse a él, tiende hacia lo existente (65b-c).
Epicuro, por su parte, incluye dentro de su cuádruple fármaco la solución al miedo que genera la muerte: “La muerte, el más horrendo de los males en nada nos pertenece, pues mientras nosotros vivimos, no ha existido ella; y cuando ha venido ella, ya no vivimos nosotros” (Epicuro, 2019, p. 21). Lo cierto es que es sumamente difícil aliviar desde la razón el miedo a la muerte, pues todo lo que se observe acerca de lo posterior al abandono del plano terrenal es fe, ilusión o esperanza, pero nadie tiene certezas al respecto; “la muerte es la encarnación de lo desconocido” (Bauman, 2007, p. 46). De ahí que solo elucubraciones puedan ser los argumentos en torno a lo que podría o no trascender a la muerte biológica del hombre, ámbito que supera al raciocinio filosófico.
La muerte es un estado profundamente individual que comporta un miedo singular más por el carácter mortal del hombre que por el momento en que llegará su fin: “La amenaza de la muerte no nace del cuándo llegará, sino que nace del no-cubrimiento del hombre en tanto que corre delante de sí”. (Heidegger, 1951, p.81). La muerte es una renuncia a la colectividad, un ser muere en sí, no muere en otro, ni otro muere en él. La muerte como final es solo la cesación de una cadena de acontecimientos, que solo importa en la medida en que son la suma de una memoria colectiva, que solo se hace inmortal en tanto es traída una y otra vez como referente de comunidad y es protegida por ésta del olvido permanente, siendo por ello una más de las prerrogativas que conlleva el miedo del hombre a no existir más.
El olvido cultural, “ese que lleva a desconocer los aprendizajes generacionales” limita la capacidad de establecer raciocinios basados en comparaciones históricas, velando por completo las historias pasadas que han construido la humanidad para centrar sus expectativas en nuevas quimeras. La técnica moderna ha confinado las hambrunas, las pandemias y las guerras cuerpo a cuerpo (Harari, 2016), reduciéndolas a anécdotas mítica y disminuyendo el miedo a una muerte que ya no intimida lo suficiente como para limitar la acción, lo que lleva incluso a reflexionar expresiones complicadas de aceptar como la de Diéguez (2005) en la que advierte que la muerte podría ser ya solo una posibilidad en tanto no un hecho inobjetable”[3].
Igual que el miedo a la muerte, se podrían evaluar acuciosamente muchos otros temores que ha tenido la humanidad a lo largo de su historia y, en esa transformación, se podrá ver cómo muchos de ellos se han diluído en el conocimiento que se ha adquirido de las cosas, incluso, en el desconocimiento o la desidia e indiferencia con respecto a las mismas. Sobre esta última actitud dice Séneca citando a Hecatón de Rodas: “Si dejas de esperar, dejarás de temer” (Epístolas Morales a Lucilio 5, 7). Con el paso del tiempo el miedo se transforma; a la desaparición de un temor sobrevive otro nuevo o derivado del mismo. Pretender huir del miedo alejándolo de la razón y la reflexión, no resulta ser más que un sofisma de distracción envuelto en falsas prerrogativas.
[1] En este texto se distinguen tres vertientes del miedo como sensación: una fisiológica al tener en el hipotálamo su ubicación, una sicológica que deriva de las pasiones humanas y una cultural que resulta de la interacción comunitaria.
[2] El miedo oficial, el miedo a un poder humano que no es del todo humano, un poder hecho por el hombre, pero más allá de la capacidad humana de oponerle resistencia (González, 2007, p.18).
[3] La posibilidad de vencer la muerte y ser cada vez más inmortales “llevando las expectativas de vida humana al infinito” es ahora un planteamiento que salta de la literatura de ficción a la ciencia, acercándolo según el transhumanismo, «nueva frontera técnica y filosófica» a una realidad posible y cercana, un advenimiento del demiurgo ya no como mito, sino como realidad.
Sobre la trampa de la felicidad ilimitada
En contraposición al miedo está la tranquilidad, representada en la exteriorización anhelada de la felicidad sin límites. Dicha búsqueda utópica salta a escena en la vida y el pensamiento de generaciones que buscan aniquilar el miedo que generan las reglas creadas por la casa, la escuela, la Iglesia, los palacios o los cuarteles para trazar límites a la libertad individual. La ruptura con la comunidad, primando la búsqueda del bien individual sobre el bien común, es una nota característica de la sociedad actual, en la que, según Alcalá y Ariza, se ha producido una predilección de las personas “por el individualismo que ha sido posible gracias al desarrollo de una cultura de consumo que focaliza sus esfuerzos en ofrecer un amplio abanico de posibilidades y de elecciones de vida” (2013, p. 194).
Esta pretensión se hace concreta en grandilocuentes meta-discursos que propenden por el cambio de una sociedad vigilada y controlada (Foucault, 2018) a una con garantías de bienestar ilimitado apoyadas en una “incesante mejora de las condiciones de vida, con lo cual el vivir mejor se ha convertido en una pasión de masas” (Lipovetsky, 2007, p. 7). Hay discursos de libertad que generan una aparente ruptura de lazos con el “poder” sin advertir realmente que “la supresión del dominio externo no conduce hacia la libertad, sino más bien hace que esta y la coacción coincidan” (Han, 2017, p. 31). Surgen con ello rupturas cuyas peligrosas consecuencias podrían tornarse irreversibles: entre otras, el irrespeto por las leyes y las autoridades que velan por su cumplimiento, el individualismo propio de una mentalidad liberal exacerbada, el anarquismo como meta social, el libre acceso a la información para personas que no tienen la formación ni la madurez para entenderla ni formar una opinión sólida. En congruencia con lo anterior, Bauman afirma: “Gracias a la libertad de movimiento de la que goza, la globalización negativa[1] que se especializa en romper aquellos límites y fronteras que no pueden aguantar la presión” (Bauman, 2007, p. 125).
La felicidad al igual que el miedo es una emoción inherente a lo humano: “Placer y dolor son afecciones o sentimientos básicos, criterios inmediatos de la percepción sensible” (García & Acosta, 1973, p. 128) a través de los cuales el hombre enfrenta su existencia, la misma que se debate entre opuestos que conforman el todo y son parte esencial del mundo y de la vida.
Ambos, la felicidad y el miedo, encuentran puntos importantes e intersección en el ethos humano. Lo mismo ocurre entre la esperanza y el miedo: “la una y el otro guardan un estrecho parentesco. Cuando temamos, también tendremos esperanza” (Nussbaum, 2019, p. 235)[2]. Nussbaum contrapone la esperanza al miedo. Luego de hacer ingentes ataques a lo que representa dicha pasión, propone un acercamiento a la esperanza como alternativa para repensar la vida minimizando el miedo, más no eliminarlo, ya que en condiciones adecuadas es un agente necesario en la construcción social: “El miedo al peligro, cuando es proporcional y sano, puede suscitar estrategias evasivas que pueden contribuir a su vez a que sea más probable que la persona esté más segura y más sana” (Nussbaum, 2019, p. 236).
Se procura aquí, en consecuencia, develar aquellos cambios que se hacen notorios, más que por una real transformación, por la creación, la cosmética de una sensación placebo vendida a través de un meta-discurso que controla, ya no desde la fuerza o la amenaza física, sino a través de juegos de palabras ―de cierto modo juegos del lenguaje― que resultan excitantes. Discursos velados a través de los cuales se separan la palabra del acto, dando como resultado palabras vacías y hechos brutales (Arendt, 2012). La humanidad ha sufrido un cambio radical: de sociedades de rendimiento bajo la presión y la opresión pasó a sociedades de rendimiento bajo otras prerrogativas: la felicidad, el confort y el placer con que se hacen las cosas, lo cual resulta ser solo una falacia, como señala Han “La sociedad del rendimiento no es ninguna sociedad libre. En tanto produce nuevas obligaciones” (2017, p.31). Un verdadero cambio solo sería posible en “donde las palabras no se empleen para velar intenciones sino para descubrir realidades, y los actos no se usen para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades” (Arendt, 2012 p. 226), Lo cual no resulta ser el caso de la construcción de una nueva comunidad ligada a una felicidad ilimitada.
Anular el miedo a través de meta-discursos ha sido la forma de hacer exitosamente la “venta” de la felicidad: “asistimos a la expansión del mercado del alma y su transformación, del equilibrio y la autoestima, mientras proliferan las farmacopeas de la felicidad” (Lipovetsky, 2007, p. 11). Limitar la reflexión profunda a través de palabras que dicen lo que todos quieren escuchar podría acercar al ser humano a un punto de no retorno[3]. Evadir el miedo parece ser la forma de generar mayores rendimientos en “una época en que el sufrimiento carece totalmente de sentido, en que se han agotado los grandes sistemas referenciales de la historia y la tradición, la cuestión de la felicidad interior vuelve a estar ‘sobre el tapete’” (Lipovetsky, 2007, p. 11).
Se pregunta Lipovetsky (2007) ¿Se ha progresado en el camino de la felicidad? A lo que él mismo responde con el concepto de meta-discurso, es decir, aquellas narrativas sociales permeadas por el leitmotiv del consumo, la moda y las tendencias que son fabricadas con la promesa de alcanzar la felicidad. En esta esfera de cosificación, la felicidad resulta manipulable por una economía del consumo: se es feliz si se tiene o se posee, máxima pseudo-filosófica en el siglo del progreso. “Amigo, cuánto tienes, cuanto vales, principio de la actual filosofía” dice la famosa lírica interpretada por Silva & Villalba (Villamil, 1993). La realización del sujeto en la esfera de la oferta y la demanda desarrolla la sensación de felicidad en una pseudo- concurrencia modal: tener recursos, comprar, debitar es el resultado de toda productividad objetiva en el diseño globalizado de este intervalo de la historia: “En cualquier caso, el hiperconsumidor puede acceder a placeres cada vez más numerosos y frecuentes” (Lipovetsky, 2007, p.11).
El manejo es inminente y sólo lo manipulable es útil. Por lo tanto, la pérdida del miedo ha reducido la capacidad de observación y el meta-discurso de la felicidad sin límites está conduciendo al hombre a un estado alucinatorio en el que ignora que “el animal laborants tardomoderno está dotado de tanto ego que está por explotar” (Han, 2017, p. 42).
El cambio en las condiciones de trabajo arropadas por el bienestar y la felicidad que se provee desde las empresas, generando espacios abiertos, rodeados de naturaleza, con lugares de descanso y con sitios de esparcimiento y confort, podrían llegar a ser un cambio positivo para el hombre, sin embargo, es prudente estar atento al verdadero cambio en las acciones y los procesos, no solo en las palabras, ya que “la técnica de administración del tiempo y la atención multitasking no significa un progreso para la civilización” (Han, 2017, p. 33). Limitar el miedo desde la generación de trabajo independiente y desde la autodeterminación que aleja al hombre de la norma y la regla podría terminar siendo tan solo una trampa que minimiza la capacidad de razonar y de actuar del hombre, limitando su poder: “El poder surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece en el momento que se dispersan” (Arendt, 2012, p. 226).
Buscar un punto medio podría ser lo razonable. Si bien la existencia del miedo se hace necesaria para catalizar el ímpetu desenfrenado del hombre y la felicidad para darle un sentido transitorio a la vida, un hedonismo responsable[4] podría ser la respuesta a esa necesidad de felicidad sin tener que recurrir a una búsqueda envilecida de lo material ni al frenesí como fines últimos de la existencia (Alcalá & Ariza, 2013), lo cual lleva a una exigencia mayor: ser prudentes en los deseos, incluso, en aquellos que dejan de un lado lo material para darle cabida a los del espíritu, pues sin tino ni sindéresis, el hombre podría pasar de la felicidad puesta en las cosas a la felicidad puesta en corrientes de espiritualidad que, apelando a lo más profundo de la esencia humana, la cosifican y pueden terminar convirtiéndola en una mercancía más o poniéndola al servicio de fines igualmente utilitarios si se comparan con los de la sociedad mercantilista.
[1] La globalización negativa es un concepto que utiliza Bauman en su texto Miedo Líquido (2007), en el cual se separa de lo virtuoso que puede resultar tener una sociedad abierta “concepto de Karl Popper” que exhibe sus aperturas y sus rupturas con toda comunidad y por ende con toda institucionalidad, para advertir la vulnerabilidad que dichas aperturas generan lo que vuelve todo acto incontrolable e incomprensible.
[3] Expresión que se utiliza en un trabajo anterior llamado “La transformación del hombre en máquina” y que se convierte en el principal objeto de estudio, al subsistir la posibilidad de la descendencia de la máquina inteligente sobre la biología humana, gracias esto al ascenso de la técnica sin reflexión, el triunfo de las individualidades sobre las pluralidades y la pérdida del miedo como elemento racional en la toma consciente de decisiones.
[4] Con el auge del individualismo, la búsqueda a toda costa del placer y la eliminación limitando al máximo al temor, se hace necesario en nuestros días volver sobre lo expuesto en la filosofía de Epicuro, la cual propendía por eliminar cualquier sentimiento que impidiera el buen vivir y la felicidad. Para ello, Alcalá y Ariza (2013) proponen la búsqueda de un hedonismo responsable, uno que, al igual que el propuesto por Epicuro, no lleve a un extremo necio los medios para alcanzar los deseos, entre ellos los que tienen que ver con el cuerpo y la mesa.
Sobre el progreso “inofensivo”
Luego de exorcizar al miedo y de asirse a la felicidad como su nueva realidad liberadora, las nuevas generaciones han desbordado su arrogancia. Tras declararse conocedoras de todo, ya nada es desconocido, todo está en la mano en artefactos en red. El mito y la imagen se hacen innecesarios para salir de la oscuridad; ya se sabe claramente por qué llueve, cómo funciona el cuerpo humano, cómo el hombre está acabando con todo lo que lo rodea e, incluso, parece que ya se sabe cómo se puede llegar a vivir eternamente. Se está frente a generaciones que ya no se sienten indefensas y cuyos individuos piensan que pueden protegerse solos, sin la ayuda de la comunidad o la institucionalidad. Se está ante la mirada de hombres y mujeres que “no tienen miedo a nada”, en tanto ya vencieron todo aquello que los hacía indefensos (Bauman, 2007).
Sin embargo, toda esa arrogancia, no resulta ser más que una penosa ingenuidad que impide hacer lecturas mediadas por un análisis detallado de la realidad. “El hombre moderno vive bajo la ilusión de saber lo que quiere, cuando en realidad desea únicamente lo que se supone (socialmente) ha de desear” (Fromm, 2013, p. 289). Cegadas por un progreso inofensivo, las nuevas generaciones se rinden ante los placeres que les entregan todos los objetos fruto de un acelerado avance de la técnica, un avance que, como ya se dijo, no está acompañado por la suficiente reflexión y que está colmando el mundo rápidamente con cajas negras que, a manera de oráculos modernos, fijan autónomamente el camino y el destino de la humanidad, un destino al que pareciera ser imposible renunciar. “Es necesario que el objeto técnico sea conocido en sí mismo para que la relacion del hombre con la máquina se convierta en válida y estable” (Simondon, 2007, p. 102).
Transgredir los limites como un acto de valentía o de desden por lo humano y lo natural, asumiendo per se la técnica como un elemento inofensivo, resultaría ser un acto imprudente e irresponsable, uno similar al acaecido en la mitología Griega, esa en la que Ícaro luego de hacerse a las alas construidas por su padre Dédalo, irracionalmente desconoce los limites naturales impuestos y en un acto de osadia, pero a la vez de torpeza, y luego del efímero disfrute de su libertad se presipita al suelo ocacionando su muerte instantanea. Con lo que el miedo resulta no ser un acto infundado o caprichoso, sino más bien una necesaria advertencia y un apropiado limite al actuar de los hombres.
Las nuevas generaciones eluden el miedo rodeándolo de placer. Forzar el límite en donde se está a un paso de morir se convierte en una sensación deseada; las drogas, las actividades extremas, los retos en red son necedades que atentan contra la vida propia y la de los demás, son acciones que, como en Troya, disfrazan la realidad con novedad, en este caso mimetizando el miedo tras una felicidad ilimitada, una especie de éxtasis permanente o que promete serlo. Miedo y felicidad pueden ser sensaciones no muy distantes, si su motivación es el control. “You can do it” parece ser la premisa de los nuevos días, una invitación hipnótica que lleva a hombres y mujeres a arrojarse al vacío sin protección, alejando la acción de la reflexión. “Los cuerpos son libres, la infelicidad sexual persiste. Las incitaciones al hedonismo están por todas partes: las inquietudes, las decepciones, las inseguridades sociales y personales aumentan” (Lipovetsky, 2007, p. 13).
Dejando de lado a la comunidad, la institucionalidad, las reglas y las leyes, las nuevas generaciones intentan crear un nuevo orden cósmico. Bürhle especula cómo sería la convivencia una vez desvanecidas las condiciones mínimas de sociabilidad y coexistencia, advirtiendo que sería un estado anárquico al que él mismo adjetiva como “la peor de las enfermedades del cuerpo social, el peor de los males posibles” (2004, p. 2). Apegado a su juicio ―o a la falta de él― el hombre viene creando, paulatinamente, nuevas escalas de relacionamiento, las cuales lo acercan cada vez más a la máquina y lo alejan de sus semejantes. La ruptura con la comunidad se hace cada vez más clara, nuevamente, el hombre vuelve a estar en peligro y ser un peligro para los demás (Bauman, 2007) y, en ese escenario, la máquina resulta ser remanso que protege y apacigua cualquier temor o angustia. En este punto, la técnica pareciera ser algo inofensivo a lo que no hay que temer ni ponerle cuidado y, por ello, resulta grosero auscultar o cuestionar sus avances, sin advertir que “la generación tecnológicamente mejor equipada de la historia humana es la más acuciada también por sentimientos como la inseguridad y la impotencia” (Bauman, 2007, p. 131).
De forma tímida, pero con mucha prudencia, Parselis (2018) se pregunta por qué deberían los seres humanos ocuparse de la técnica, cuestionamiento que podría ser más incisivo si se planteara de otra forma: ¿deberían los seres humanos tener miedo de los desarrollos tecnológicos? ¿deberían poner mayor cuidado a quienes están detrás de los avances tecnológicos? Quizás sí, a lo mejor la humanidad se ha vuelto demasiado ingenua y maleable, un producto de slogans que la invitan a ir cada vez más alto, más rápido y más lejos, sin advertir que esas promesas que se ocultan tras cajas negras que “facilitan” la vida y que hacen que el miedo se apacigüe brindando placer momentáneo, resultan ser paliativos que tarde o temprano se transforman en problemas. “Solo nos ocupamos de saber más cuando, cada cierto tiempo, nos enteramos de algún efecto nocivo o consecuencias no deseadas” (Parselis, 2018, p.17).
El miedo que podría llegar a producir la técnica es remplazado hoy por una suerte de pensamiento mágico entregado por una industria que no expone sus cartas abiertamente y esconde el origen de las cosas, de sus creaciones técnicas (Parselis, 2018). Un ejemplo de ello es la fascinación que sienten las nuevas generaciones por la obsolescencia programada, una invitación constante a comprar, consumir y botar, acción que más que producir miedo pareciera generar regocijo y que, según Lipovetsky, consiste en “reducir los ciclos de vida de los productos mediante la aceleración de las innovaciones, segmentar los mercados, fomentar el crédito para el consumo” (Lipovetsky, 2007, p. 9). Esta y otras muchas son estrategias de poder que, bajo el manto del goce, invitan a producir y consumir aceleradamente en una espiral de deseos insatisfechos que aspiran a satisfacerse en la próxima compra. “La dificultad entonces existe en reconocer hasta qué punto nuestros deseos, pensamientos y emociones, no son realmente nuestros, sino que los hemos recibido desde afuera”, (Fromm, 2013, p. 290).
Conclusión
El miedo es una pasión inherente al ser humano. Su desconocimiento u ocultamiento no deja de ser un mimetismo de la realidad provocado por una ausencia de reflexión y del buen juicio del hombre a la hora de emprender nuevas realidades; así pues, no se puede concebir la reflexión sin un miedo asociado por mínimo que este sea. Generar una evolución del hombre obviando el miedo y los riesgos presentes y futuros resulta ser un acto que pone en riesgo, no solo el futuro de la raza humana, sino también la de todo aquello que lo rodea.
Dos son las formas de controlar el miedo: la primera de ella se centra en la reflexión y en la búsqueda constante de hechos que permitan develar aquello que siempre está oculto y que puede producir un estado de angustia y zozobra, como lo puede ser aquello que por falta de conocimiento sobrepasa el entendimiento del hombre y, por ello, genera sentimientos que podrían contrariar la siquis humana y la segunda de ellas emana del desconocimiento y la ignorancia, pues si no se advierten los riesgos que conlleva todo acto realizado por el hombre, no se generará el miedo que le es necesario para protegerse incluso de sí mismo y de los adelantos que puede lograr mediante la ciencia y la técnica.
Aunque deseable, la felicidad debe ser asumida con recato y prudencia, En esta dimensión no es plausible desestimar el juicio producido por las falsas bondades que podría brindar el placer que se siente al poseer cada vez más cosas. Surgen las preguntas: ¿Tenemos controlado el desarrollo del hombre? ¿debemos seguir sobreponiendo la premisa de lo que es capaz de hacer el hombre para sobrevivir y para alcanzar un mejor bien-estar?, ¿debemos asumir al fin la libertad individual, desestimando la regla y la ley colectiva para dar paso a un auto-control y una auto-regulación? ¿será que el hombre ya se ganó dicha libertad?, ¿será que el “desarrollo” del hombre lo ha llevado a vencer la ignorancia y con esta puede ya conminar el miedo y la muerte al olvido?
Hay en las nuevas generaciones un margen de aprobación a todas estas prerrogativas, pero, con toda seguridad, habrá también otros conglomerados que se interponen en el camino, pues ha llegado la hora de levantarse como un demiurgo y con la arrogancia de éste se puede marginar la memoria construida y con ella abandonar al hombre, en un azar de arrojo al olvido.
El sinsentido sigue siendo una elección de vida, sin embargo, no deja de ser egocéntrica la decisión que tiende a acelerar procesos degenerativos de destrucción de tejidos de correlación entre semejantes y a nivel personal[1]. “Estamos densamente envueltos en una red de interdependencias humanas, no hay nada que los demás hagan o puedan hacer que podamos asegurar que no afecten nuestras perspectivas, oportunidades y sueños” (Bauman, 2007, p. 127) Abandonado a la desesperanza y derrotado ante lo inconmensurable, el hombre se ha encontrado con un punto de no retorno en los albores del tercer milenio. En un mundo comunicacional y poco transmitivo, aludiendo a la tesis de Debray (2007), el desprecio del sujeto por la comunidad y, en últimas, por sí mismo, define la caverna platónica de la oscura soledad. En este vano de ausencia existe el vacío.
Desconocer el miedo es hacerse a una renuncia necia; es castrarse la posibilidad de reflexionar, acción que se hace necesaria en la construcción consiente y colectivo de un devenir realmente humano para la humanidad, uno que lo aleje de la posibilidad de un punto de no retorno en el que el hombre biológico es diezmado gracias a erradas decisiones emanadas, no de la prudencia, sino de la arrogancia.
Referencias
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